(fragmentos)
La mañana en que emprendí este libro comencé a toser..
Algo me salía de la garganta, algo que me asfixiaba. Rompí la membrana y lo arranqué.
Volví a acostarme y dije: acabo de expulsar mi cortazón.
Es un instrumento hecho de osamenta humana. Lo llaman quena.
Debe su origen al culto que un indio dedicaba a su amante.
Cuando ella murió él hizo una flauta con sus huesos. La quena posee un sonido
más penetrante y más cargado de inquietud que la flauta común.
Quienes escriben conocen el proceso. En esta flauta pensaba cuando expulsé mi corazón.
Sólo yo no espero que mi amor muera.
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La mañana en que emprendí este libro comencé a toser..
Algo me salía de la garganta, algo que me asfixiaba. Rompí la membrana y lo arranqué.
Volví a acostarme y dije: acabo de expulsar mi cortazón.
Es un instrumento hecho de osamenta humana. Lo llaman quena.
Debe su origen al culto que un indio dedicaba a su amante.
Cuando ella murió él hizo una flauta con sus huesos. La quena posee un sonido
más penetrante y más cargado de inquietud que la flauta común.
Quienes escriben conocen el proceso. En esta flauta pensaba cuando expulsé mi corazón.
Sólo yo no espero que mi amor muera.
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No recuerdo haber tenido frío ni calor. Ninguna frialdad, ninguna quemazón. Sueño climatizado,
sin fiebre, sin estremecimientos. No recuerdo haber tenido hambre. El alimento se incorporaba por poros invisibles. No recuerdo haber llorado.
Sólo sentía la caricia del movimiento - movimiento en el cuerpo de otra - absorbida, sumergida en la carne de otra, mecida por el ritmo del agua, la lenta palpitación de los sentidos, el zumbido de la seda.
Amor sin conciencia, movimiento sin esfuerzo en el curso suave del agua y del deseo, aliento en el éxtasis de la disolución.
Me desperté al alba, arqueada sobre una roca, esqueleto de un barco ahogado por sus propias velas.
La noche me cercó, fotografía despegada de su marco. Parte del forro del saco se rasgó como las conchas de una ostra. Separados, el día y la noche y yo caía en su hendidura sin saber en qué lecho reposaba, si en la hoja más alta del alba, la gris, la fría, o sobre la cama sombría de la noche.
Una voz había atravesado los siglos, tan pesada que lo que tocaba lo quebraba, y de un peso tal que temía que vibrara
en mí con eterna resonancia; una de esas voces roncas, ultrajantes, semejantes a los gritos herrumbrados que surge en el último paroxismo del orgasmo.
sin fiebre, sin estremecimientos. No recuerdo haber tenido hambre. El alimento se incorporaba por poros invisibles. No recuerdo haber llorado.
Sólo sentía la caricia del movimiento - movimiento en el cuerpo de otra - absorbida, sumergida en la carne de otra, mecida por el ritmo del agua, la lenta palpitación de los sentidos, el zumbido de la seda.
Amor sin conciencia, movimiento sin esfuerzo en el curso suave del agua y del deseo, aliento en el éxtasis de la disolución.
Me desperté al alba, arqueada sobre una roca, esqueleto de un barco ahogado por sus propias velas.
La noche me cercó, fotografía despegada de su marco. Parte del forro del saco se rasgó como las conchas de una ostra. Separados, el día y la noche y yo caía en su hendidura sin saber en qué lecho reposaba, si en la hoja más alta del alba, la gris, la fría, o sobre la cama sombría de la noche.
Una voz había atravesado los siglos, tan pesada que lo que tocaba lo quebraba, y de un peso tal que temía que vibrara
en mí con eterna resonancia; una de esas voces roncas, ultrajantes, semejantes a los gritos herrumbrados que surge en el último paroxismo del orgasmo.
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Anaïs Nin - "La casa del Incesto" - Editorial Alción - 2002